jueves, 9 de diciembre de 2010

Helena O Brian

Perder a Elena
Perder a Elena es una tristeza más , y muy especial, que se suma a las pérdidas recientes de todo tipo que ha sufrido nuestro país y cada uno de nosotros y de nosotras. Con ella, he perdido a la última de mis madres, la primera biológica, la segunda fue Sonia por adopción y la última Elena, por complicidad, que solidaria como fue siempre, me llevó a vivir con ella cuando no tenía donde vivir. Siempre admiré su gracia y encanto, la soltura de su baile y su risa pícara, me hubiera gustado ser como ella. Nuestras largas lecturas al atardecer, la complicidad de los gestos, su horrorosa manera de conducir, que nos hacía bajarnos de su auto a Lucho Hermosilla y a mi en calidad de sobrevivientes; sus papelitos bajo la mesa con sabrosos chismes, el vicio compartido de los chocolates…
Con Elena, aprendimos a amar el Perú. A conocer Chiclayo, las papas a la huancaína, la historia de los incas.
En el año 76, si no me equivoco en las fechas, tras la bullada pelea con Lafourcade, “la chica” me siguió y formamos lo que después sería, pomposamente llamado el Taller Soffia, bautizado de reojo gracias a la calle de algunas reuniones, en el altillo que arrendó Emilio Torrealba para que funcionásemos, sin enterarse aún de que Juan Antonio Soffia fue un poeta satírico político, liberal, bastante iconoclasta de nuestra historia. Me siguió en las rondas de “reclutamiento”, de taller en taller, por calles a oscuras, otras iluminadas, desde donde nos robamos para nuestras filas a Pedro Mardones, hoy Pedro Lemebel, Luz Larrain, Sonia Guralnik y tantas otras, que durante 11 años, cada jueves lloviera o tronara, nos reunimos para hacer literatura.
No había nadie más peleador que Elena, quien lo diría, tan menudita y sin embargo con ese carácter italiano mandaba a los más corpulentos aterrados donde fuese… y así también era su abrazo, grande, intenso, verdadero.
Con Elena, se hablaba de amores perdidos y por tener, de recuerdos recientes e inventados, de nostalgias y de política, aunque no llamásemos así, de hijos presentes y ausentes, de afectos.
Todos y todas sabemos de su grandeza, y porque la conocimos, es que debemos recordarla como hubiera querido: como la escritora que se dio de cabeza contra diccionarios y estudios, como la hormiga trabajadora en su escritorio de madera, donde corregía incesante los cuentos y novelas, porque nunca se conformó con lo escrito y siempre quiso corregir mas, dar mas, escribir más.
Los Amos de Casilda, su primera novela , nos mostró los vericuetos y las desolaciones de clase y género, aún antes de que la palabra género se pusiera de moda. Canela Fina, su Perú , visto desde otro lugar. Hoy, desde este “otro lugar”, el fenómeno de la inmigración le permitiría muchos y nuevos lectores chileno-peruanos. Con sus cuentos dispersos e inéditos, tenemos una deuda pendiente.
Su escritura ágil, punzante, intensa, nos enseñó a buscar en los lugares donde no se busca la anécdota con facilidad. También su modo de leer, que nunca se dejó llevar por modas y permaneció fiel a sus raíces de buena lectora, dijese yo lo que dijese, ella respondía, “Yo leo por el simple placer de leer, me gusta que me cuenten, no que me examinen”.
La escritora, la amiga, la madre, nos deja en el recuerdo sus paisajes, sus niñas asombradas con el entorno, su permanente afán de justicia y búsqueda de la verdad.
Pero a mí, la allegada permanente a su alero de acogida, me deja la deuda imborrable de la complicidad, la voz que resuena de sus cuentos, la amiga entrañable con la que construiríamos el mundo que hacía falta… y que olvidamos en el camino de envejecer.
El sonido coqueto de tu risa no estará más con nosotros.
Hasta siempre Elena, sin ti, el mundo es un lugar más inhóspito y menos valiente…

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