martes, 14 de diciembre de 2010

Cuento breve

Las ganas
Yo no sé de dónde me vienen estas ganas, pero cuando aparecen no hay nada, pero nada y no queda otra que satisfacerlas, quebrarles el punto, no sé-. La cosa es que a Dávalos le dio sed y se fue por cervezas al kiosco de don Mario, la Julia se había echado sobre el pasto a dormir la siesta, porque toda la mañana en clases con ese gusto agrio a resaca en la boca la tenía destruida, pero con una pestañadita todo se pasa, dijo, y yo que empecé a moverme sobre la banca pero las ganas me rompían por dentro así es que dije Ya vuelvo, al rato vuelvo, grité caminando hacia la salida de la U, con esas ganas acuciándome, exigiéndome y yo sabía que cuando se instalaban no me podía echar atrás, ni con duchas heladas, ni con conversaciones sobre la obra de Mallarme, ni con el último escrito de Pablo Freire y la educación perfecta, porque desde que tenía catorce que no podía desoírlas. Por eso me fui caminando, agradeciendo a los dioses porque ya empezaba a opacar el día y los transeúntes llenaban veredas antes vacías por el calor de marzo.
Lo vi desde lejos y supe que era el elegido con el que me sacaría las ganas. Le miraba el cuerpo a las colegialas por sobre el jumper azul y les susurraba obscenidades al pasar. Era perfecto.
Me acerqué a él y le di la oportunidad de apreciar lo contundente de mis pechos antes de decirle que tenía unas ganas incontrolables pero que él era la respuesta. Yo no miento, así es que se lo dije así, de sopetón, lo de mis ganas, claro. Se anduvo como desarmando un poco, pero creo que vio en mi la lotería, el numerito premiado completo cuando le dije que nos fuéramos por ahí, en esa plaza, detrás de aquel árbol donde nadie nos viera, porque mis ganas apremiaban y no era cosa de hacerlas esperar. El tipo no caminaba, corría que casi le topaban los talones con la nuca hacia el sitio oscurecido por el follaje del árbol y los arbustos que dejaban un espacio apropiado donde cabríamos los dos. Estiró las manos temblorosas hacia mis nalgas y yo abrí la mochila, Mis ganas primero, dije, después saqué el bisturí y le cercené el cuello de un golpe limpio varias veces ejecutado. Los ojos se le abrieron silenciosos. Cuando caía, con el dedo índice obtuve algo de sangre que me llevé a la boca. Mis ganas se aplacaron.
Después, corrí donde Dávalos y la Julia, porque había que entrar al seminario y “La flores del mal”, con sus largos versos, nos esperaban

jueves, 9 de diciembre de 2010

un cuento para ustedes

Los Inti siempre

A Inti Illimani, la mejor
vacuna contra el olvido.

Cuando íbamos silenciosas hacia la UTE, supe que esto iba a salir mal, por eso es que me puse a tararear a Tevito y mamá apretó fuerte mi mano antes de entrar al campus. Allí los habíamos visto por primera vez y nos habíamos enamorado cada cual de uno distinto: ella amó a Horacio, que bailaba su charango, yo amé a Max, tan grande y tan padre, con esos brazos que me cobijarían y sacudirían mi cabeza que hacía cuatro días había cumplido catorce años.
Éramos felices en nuestra vida de mujeres solas, aunque creo que ella se preocupó por mi ausencia de padre cuando le dije que mi amor era ese ecuatoriano de voz cálida.
Sentíamos allá lejos las bombas sobre La Moneda y yo sólo quería que ella no me soltara, que no se fuera tras los otros, cada uno diciendo algo distinto, desconcertados, trémulos. Yo le pregunté si ellos estarían ahí, pero me dijo que andaban de viaje, por Europa, y por entonces Europa era un continente tan lejano y misterioso al que jamás accederíamos. Los primeros disparos vinieron desde arriba y corrimos y todos corrían y la mano de mamá se perdió entre muchas y la locura comenzó entonces. No lo recuerdo todo sino como una sucesión de imágenes, miedos, temblores. Otra mano me dio un empujón y me arrojó en una zanja, otra me tironeó de allí y nos fuimos por las calles, con la mirada perdida y el terror congelando las pisadas. Creo que llovió un poco ese día, pero yo recuerdo como en una película llena de gritos, todo oscuro, todo azul. En el centro, me acurruqué junto a otros en un portal. Una mujer abrió la reja y luego la cerró para dejarnos dentro. No nos hizo pasar a la casa, sólo nos dejó ante la puerta, pero de pronto, todos los gestos los agradecíamos y comprendíamos el miedo ajeno, que era el nuestro. De cuando en cuando, en esa noche, carreras, y un disparo y el caer seco de un cuerpo a tierra.
La mañana siguiente fue una mañana quieta, con tanto silencio, que hería. Empezamos a caminar como si realmente fuéramos a alguna parte. Una mano tomó la mía y comencé a sentir el horror del vacío de la mano de mamá. Recordé que debía partir a Curicó, donde el tío Damián, a quien había visto solo una vez, porque ella repetía “Si algo sale mal, vas donde el tío Damián y punto”. Y todo estaba saliendo tan mal ahora. Miré la mano que me llevaba y el brazo y el rostro y también era un muchacho de ojos asustados. En Avenida Matta nos detuvo una patrulla militar y saltaron los uniformes a tierra. “Se acabaron los maricones aquí” gritó una voz y aferraron al muchacho y con unas tijeras empezaron a cortarle el pelo. Él ni se quejó cuando le cortaron un par de veces trozos de piel. Yo traté de escabullirme, pero los otros dos solados me tomaron y dijeron “Ahora las mujeres de esta patria parecerán mujeres” y a continuación me cortaron los pantalones a la altura de la rodilla y los rasgaron en un intento patético de que parecieran faldas. Mutilados, humillados, nos dejaron seguir. Entonces le pregunté Cómo te llamas, José, dijo y pensé en José Seves, y todo estuvo un poco mejor. Tratamos de escondernos en un portal, pero una manaza grande nos cogió por el cuello y nos arrojó al interior de una puerta. Creímos que sería el final. Allá dentro, unas caras de maquillaje corrido hablaban en susurros rodeando un brasero. Estábamos en un prostíbulo. Una de las mujeres nos alcanzó un té caliente “Pobres cabritos”, dijo. Nos dieron una frazada y nos acurrucamos juntos a dormir.
Me fui, una semana más tarde, a Curicó. No volví a ver a mamá, pero el tío Damián dijo que ella vivía ahora del oro de Moscú, que se daba la gran vida en Europa y yo recé para que estuviera cerca de Horacio y cantara con él a voz en cuello, mientras yo cosechaba manzanas, aguardando una carta que me llevaría junto a ella.
Jamás volví a entonar elpueblounido y ciertas palabras las borré del vocabulario. Así fue como me tuve que enterar que mi padre no había sido el compañero de mamá, sino el amante, y que ella no era mi mamá, sino una perra comunista.
El tío Damián me mandó tres años más tarde, a estudiar a Santiago y, antes de seis meses, me encontré vagando por Roma, buscando una dirección que alguien de la Vicaría me dio, junto con un pasaje, “Antes de que a ti también se te ponga peor, mijita”, junto con el nombre completo de mi madre, que ahora se llamaba “detenida desaparecida”.
No entendía el idioma, pero sí los abrazos y la solidaritá de ese pueblo que trataba inútilmente de que me sintiera como en casa. Yo nunca tuve casa, no una sola, y no podía sentirme como ellos deseaban. Pero allá, mientras limpiaba pisos en el hospital, atesoraba el trofeo de la entrada para verlos a ellos.
Entre gritos de y va a caer, y consignas, me senté en las gradas a esperarlos, como se aguarda la lluvia, tensa, como una cuerda, y anhelante, sí, anhelante de esas voces que me darían todo lo perdido, que me harían una casa en el corazón, como querían los italianos. Lloré y canté cada canción. Al amanecer, dejé la virginidad entre las sábanas de un napolitano de ojos melancólicos, del que sólo supe que se llamaba Luca, y que me dejó por esa noche, susurrarle una y mil veces, Max, Max, hasta que fue otro día.
Y aunque fui cambiando, como los destierros, mi cuerpo estuvo con cada uno; el alemán en Niza, perdido como yo, fue el gentil Horacio que bailó conmigo muchas noches , hasta que en alguna, mi morenidad le cruzó la espalda alba y los cuerpos se enrevesaron para perder sus contornos.
Y vinieron los ochentas, con la rabia en la voz de José Seves apiadándose de mi cuerpo que soñaba con el Chile que inventé desde lejos, una caricatura holliwoodense de sus habitantes y sus aromos, sus afiches de un Chiloé que jamás conocí y tú me preguntas como fue el acoso aquel que obtuve, la voz de Manns en medio de los míos, mis hombres y su música en cada horror y cada ausencia, y los países fríos en los que habitaba, cada canción, una frase, irme quedando sola y envejecer tanto en tan poco, no ser como las otras ni los otros, no estar, no ser sino la espera de un regreso, mis hombres con M, Max, Marcelo, mis Josés, mis Horacios, incluyendo a Oliveira, y los otros tangibles de carne y hueso que iban y venían, sin quedarse acunando a esta mujer de ojos gastados que ponía nombres de cantantes al desarraigo y susurraba bajito para no espantar la ternura.
El rostro de mamá borroneándose de la fotografía prendida al pecho, pesadillas nocturnas de olvido, sentirme traidora porque ya no recordaba el sonido de su voz y tantos huesos que buscar para entierros tardíos, la tristeza de gritos, y va a caer, sabiendo que tal vez nunca, llegó volando el cuervo sobre mi pueblo, la primera amenaza de arruga en el filo de los ojos, leve, incontrolable ya, líneas de expresión dijo esa rumana de cutis planchado por nieves y fríos, y por fin, el regreso. Vuelvo con mi espera dura, y la calle, las risas y el plebiscito y todo por delante en una tierra que ya no podía reconocer como propia, porque sólo tenía pedacitos de país en el puzzle de la memoria, retazos que jamás compondrían un todo, vacíos y desencuentros y no pertenecer.
La larga espera de la alegría que ya viene, pero ustedes ahí, haciendo que las distancias se acortaran, un 8 de marzo y verlos entre otras, desde lejos, devorándome el amor inventado, esta vez Jorge Coulón y mi fidelidad sin límites a su voz de verso y cómo acercarme y decirle estoy aquí, siempre he estado, si tantas jovencitas los rodeaban y yo me hacía tan vieja por dentro, que creí que de un instante a otro me convertiría en polvo. Un hombre canoso y joven, con mi desgarro en sus ojos, prestó su piel a mis manos, y aunque no se llamaba Jorge, no importó.
Ahora, en este junio frío, sé con certeza que me iré antes que ustedes, ahora que me habita la enfermedad de los devastados y me morirá el cangrejo que aguarda agazapado en las mujeres de fotografías prendidas al pecho, he venido a verles, por última vez. Se ha ido la centuria y es un invierno de este siglo comenzado. Lloro al ver a muchachitos levantando el puño para cantar ese imposible elpueblounidojamásserávencido, pero cómo hubiese sido de lindo que ocurriese, y el llanto por dentro y por fuera, pero él me rescata y canta sólo para mí, escondida en el último asiento de la galería que entona cada canción, arriesgaré la piel, y me encojo, porque no quiero que vea mi cabeza calva de quimioterapias, mi piel cenicienta, porque si alguna vez, de reojo, me descubrieron en alguna presentación, deseo que me recuerden como era entonces, y no como ahora.
Esta noche la morfina seguirá el curso de las venas, más allá de las dosis indicadas.
Dejaré un espacio en la cama para amarrar mi piel al verso de Jorge y me apagaré abrazada a su piel ausente, besándolo, la cabeza apoyada en su hombro, haciendo el amor de los amantes viejos, tranquilo, profundo, reposado, fidelidad de pieles que se aguardaron tanto, tantos años.
Habrá un dolor antiguo al amanecer en las calles de este Santiago herido de memoria.
Tal vez alguien silbe el mercado de Testachio y todo esté bien, una vez más, los Inti siempre, y mamá de mi mano, sin soltarla.

Helena O Brian

Perder a Elena
Perder a Elena es una tristeza más , y muy especial, que se suma a las pérdidas recientes de todo tipo que ha sufrido nuestro país y cada uno de nosotros y de nosotras. Con ella, he perdido a la última de mis madres, la primera biológica, la segunda fue Sonia por adopción y la última Elena, por complicidad, que solidaria como fue siempre, me llevó a vivir con ella cuando no tenía donde vivir. Siempre admiré su gracia y encanto, la soltura de su baile y su risa pícara, me hubiera gustado ser como ella. Nuestras largas lecturas al atardecer, la complicidad de los gestos, su horrorosa manera de conducir, que nos hacía bajarnos de su auto a Lucho Hermosilla y a mi en calidad de sobrevivientes; sus papelitos bajo la mesa con sabrosos chismes, el vicio compartido de los chocolates…
Con Elena, aprendimos a amar el Perú. A conocer Chiclayo, las papas a la huancaína, la historia de los incas.
En el año 76, si no me equivoco en las fechas, tras la bullada pelea con Lafourcade, “la chica” me siguió y formamos lo que después sería, pomposamente llamado el Taller Soffia, bautizado de reojo gracias a la calle de algunas reuniones, en el altillo que arrendó Emilio Torrealba para que funcionásemos, sin enterarse aún de que Juan Antonio Soffia fue un poeta satírico político, liberal, bastante iconoclasta de nuestra historia. Me siguió en las rondas de “reclutamiento”, de taller en taller, por calles a oscuras, otras iluminadas, desde donde nos robamos para nuestras filas a Pedro Mardones, hoy Pedro Lemebel, Luz Larrain, Sonia Guralnik y tantas otras, que durante 11 años, cada jueves lloviera o tronara, nos reunimos para hacer literatura.
No había nadie más peleador que Elena, quien lo diría, tan menudita y sin embargo con ese carácter italiano mandaba a los más corpulentos aterrados donde fuese… y así también era su abrazo, grande, intenso, verdadero.
Con Elena, se hablaba de amores perdidos y por tener, de recuerdos recientes e inventados, de nostalgias y de política, aunque no llamásemos así, de hijos presentes y ausentes, de afectos.
Todos y todas sabemos de su grandeza, y porque la conocimos, es que debemos recordarla como hubiera querido: como la escritora que se dio de cabeza contra diccionarios y estudios, como la hormiga trabajadora en su escritorio de madera, donde corregía incesante los cuentos y novelas, porque nunca se conformó con lo escrito y siempre quiso corregir mas, dar mas, escribir más.
Los Amos de Casilda, su primera novela , nos mostró los vericuetos y las desolaciones de clase y género, aún antes de que la palabra género se pusiera de moda. Canela Fina, su Perú , visto desde otro lugar. Hoy, desde este “otro lugar”, el fenómeno de la inmigración le permitiría muchos y nuevos lectores chileno-peruanos. Con sus cuentos dispersos e inéditos, tenemos una deuda pendiente.
Su escritura ágil, punzante, intensa, nos enseñó a buscar en los lugares donde no se busca la anécdota con facilidad. También su modo de leer, que nunca se dejó llevar por modas y permaneció fiel a sus raíces de buena lectora, dijese yo lo que dijese, ella respondía, “Yo leo por el simple placer de leer, me gusta que me cuenten, no que me examinen”.
La escritora, la amiga, la madre, nos deja en el recuerdo sus paisajes, sus niñas asombradas con el entorno, su permanente afán de justicia y búsqueda de la verdad.
Pero a mí, la allegada permanente a su alero de acogida, me deja la deuda imborrable de la complicidad, la voz que resuena de sus cuentos, la amiga entrañable con la que construiríamos el mundo que hacía falta… y que olvidamos en el camino de envejecer.
El sonido coqueto de tu risa no estará más con nosotros.
Hasta siempre Elena, sin ti, el mundo es un lugar más inhóspito y menos valiente…

Apanicados

Apanicados
Rosabetty, la gran poeta de Chiloé, me escribe intentando dar forma a su desazón, porque de un tiempo a esta parte, percibe que ya no pertenece, que es como si no fuera de aquí, como si el país fuera de otros, entiendo que a la poeta se le acumulan terremotos diversos, los de ahora y los de la memoria. Y yo recuerdo a la Matilde que rara vez hablaba, con una sabiduría que no conocía letra ni número: “Está apanicá, niña”, decía la mama vieja (hoy se llaman siúticamente, nanas). Estar “apanicado” me es mucho más asequible que esos diagnósticos fríos que no me cobijan, como estrés post traumático. Soy chilena, y apanicarse tenía un té caliente y un abrazo y la sublime sensación de pertenecer, de estar en casa.
Un mega terremoto es la grandielocuencia de la tierra recordándonos la precariedad en la que estamos todos y todas inmersos, pero el posterior “apanicamiento” del que tanto cuesta desprenderse, nos remite al ser chileno, esa constitución de identidad que se emociona con las banderas embarradas, con las caravanas solidarias, con artistas y voluntarios dejando su vida de lado por las vidas de los otros, en Pelluhue o en Curepto, dibujando con los niños, prestando oreja a aquellos que necesitan hablar, decirse, porque sólo así se espantan los miedos. Y ese abrazo de los privilegiados que tienen el tiempo o se lo hacen, para darse a otros, equivale al té caliente y al pan amasado que nos cobija en una hermandad que cada cierto tiempo, la tierra se encargará de recordarnos cuan necesario es recrearla.
Alguien dedica su tiempo a reinstalar la biblioteca en Juan Fernández, a juntar libros para Iloca, a buscar en el mapa los nombres de ese Chile que desconocíamos hasta que las noticias lo trajeron envuelto en barro y ausencia. Alguien se sumerge en las maderas para clavar y clavar el techo de otros que desconoce. Alguien busca frazadas , alimentos para el cuerpo y para el alma. Ofuscados, otros demandan no ser pasto de turismo del desastre. Algunos se organizan en las imprescindibles redes sociales superando la bastardía del individualismo. Algunos pierden su empleo y son abrazados en esa intemperie de lo último que les quedaba por perder. Alguien crea empleos para contrarrestar el dolor.
Poco a poco, descubrimos que somos muchos los apanicados, saludamos vecinos que no conocíamos, empezamos a barrer hojas o escombros, nos apanicamos juntos, en esa reconfortante sensación de ser muchos y pertenecer, pertenecer a un Chile que nos necesita en nuestra diferencia, en la maravilla del abrazo y la defensa de la dignidad.
Porque somos un pueblo que había olvidado y ahora necesita recuperar la memoria de la precariedad, de las palabras nuestras, de los cuentos de los abuelos; porque necesitamos el respeto tan reñido con la arrogancia que ostentábamos y que la misma tierra se encargó de recordarnos.
Apanicados en el abrazo del té caliente, por un Chile que se levante aprendiendo de las duras y desiguales lecciones que nos da a cada instante.